El olvido que seremos

Podcast de Prácticas de Compresión Oral, para Nivel Intermedio y Nivel Avanzado.

Narrado por Georgina Palencia.

Hoy escuchamos la escena 30 de la obra literaria El olvido que seremos, un relato profundamente conmovedor del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince.

1 Antes de escuchar el relato busca en el diccionario el significado de 10 palabras que tal vez no conozcas.

  • aguanto
  • consuelo
  • hundirse
  • soportar
  • dicha
  • vedada
  • disuelve
  • leyenda
  • agradecimiento

 

2 Escucha el relato.

 

3 Responde las siguientes preguntas.

¿Por qué el obispo estaba tan alegre y las personas en la iglesia tan tristes?
¿Cuál es la relación entre Marta y el narrador, era su hija mayor o su hermana?
¿Marta murió joven o adulta?
¿Marta murió accidentalmente o por enfermedad?
¿Cuántos años estaría cumpliendo Marta?
¿La muerte de Marta fue importante para toda la familia o solo para los padres?

 

4 Finalmente, lee la escena 30 de la obra El olvido que seremos:

¡Alegría, alegría, alegría! Un trueno en la voz, desde el púlpito, con el micrófono y los amplificadores que llenaban todas las naves, alternando el castellano con el latín: ¡Alegría, aleluya, alegría!  Era un primo hermano de mi mamá, el obispo de Santa Rosa de Osos, Joaquín García Ordóñez. Pretendió despedir así a Marta, disque con inmensa felicidad porque su alma acababa de llegar al reino de los cielos y había gran alborozo en el más allá, él lo podía ver, porque Marta se uniría a los ángeles y a los santos para cantar con ellos las glorias al Señor. Gritaba: ¡Aleluya, aleluya, alegría!, ante una iglesia llena de personas que solamente podían llorar y oír a ese alegre obispo alucinando, con todos sus atuendos más lujosos, rojos, verdes, morados, más que incrédulos, estupefactos. ¡Alegría, aleluya, alegría! A veces Dios nos hiere en lo que más amamos, para recordarnos lo que le debemos. ¡Alegría, aleluya, alegría!

En ese momento del sermón mi papá me dijo, en un murmullo: No aguanto más, me voy a salir un rato, y mientras monseñor explicaba por qué estaba tan alegre (yo me pregunto si su alegría no sería sincera, y precisamente ocasionada por la dicha de vernos sufrir así), mi papá, y yo nos salimos al atrio de la iglesia de Santa Teresita, en Laureles, y nos quedamos ahí un rato, al sol, bajo el indiferente azul del cielo, en uno de esos días radiantes de diciembre, radiante como García Ordoñez, sin hablar sin oír las palabras del obispo, hasta que las tres del Cuarteto Ellas, durante la comunión, empezaron a cantar las dulces canciones del grupo, y volvimos a entrar, para sentir el único consuelo que se siente en la tristeza, que es el de hundirse más en la tristeza, hasta ya no poderla soportar.

El presente y el pasado de mi familia se partieron ahí, con la devastadora muerte de Marta, y el futuro ya no volvería a ser el mismo para ninguno de nosotros. Digamos que ya no fue posible para nadie volver a ser plenamente feliz, ni siquiera por momentos, porque en el mismo instante en el que nos mirábamos en un rato de felicidad, sabíamos que alguien faltaba, que no estábamos completos, y que entonces no teníamos derecho a estar alegres, porque ya no podía existir la plenitud. Hasta en el límpido cielo del verano habrá siempre en alguna parte del horizonte, para nosotros, una nube negra.

Supe años después que desde esa fecha mi papá y mi mamá no volvieron nunca más a hacer el amor, como si ya esa dicha, también, les hubiera quedado vedada para siempre. Seguían siendo amorosos el uno con el otro, sin duda, en algunas mañanas de domingo en que se demoraban en la cama, y todos lo podíamos ver era su abrazo cálido, fraternal, pero lo que no podíamos ver era que también su plena intimidad se había perdido definitivamente con la muerte de Marta.

El 29 de enero de 2006 voy a almorzar, como casi todos los domingos, con mi mamá. Mientras nos estamos tomando en silencio la sopa, ella me suelta esta frase:

-Hoy Marta está cumpliendo cincuenta años.

Mi mamá ha seguido llevándole la cuenta. Mi hermana nunca pasó de los dieciséis años (le faltaba un mes largo para cumplir diecisiete) y es incluso dos años más joven que mi hija mayor, pero mi mamá dice: -Hoy Marta está cumpliendo cincuenta años. Y yo recuerdo la pequeña hoja de oro que mi papá mandó a fundir para los médicos y familiares que la atendieron durante su enfermedad (Borrero, Echeverría, Inés y Eduardo Abad), como agradecimiento. Decía: No es la muerte la que se lleva a los que amamos. Al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. No es la muerte la que disuelve el amor, es la vida la que disuelve el amor. Fija en su juventud y constante en el amor, ese día, en silencio, mi mamá y yo celebramos sin velas y sin helado los cincuenta años de Marta, esa niña muerta que mi papá, para consolarse, decía que no había existido nunca, que era sólo una hermosa leyenda.

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